Una postal desde Usera

Política - Denuncias Públicas28/08/2020 Pressenza IPA
Barrio de Usera, Madrid

Por Sara Babiker/El Salto Diario

Después del “pobrecitos, hagámosles muchas pruebas”, pasamos al “umm, pongámosles más normas”, llegando por último al inefable “en el fondo es culpa suya”. Hola desde Usera, lo hemos entendido: somos los “otros” bárbaros que sus telediarios necesitan.

 Es finales de agosto y escribo desde Usera, ese lugar exótico al que de vez en cuando las cadenas de televisión mandan aguerridas reporteras para retratar nuestros modos de vida, intrépidos corresponsales de periferias, bien curtidos ante la idiosincrasia del individuo suburbano y sus rudimentarias formas de ver el mundo. Y es que la ciudad, la agenda pública, y el debate tuitero, de vez en cuando se vuelcan con nosotras y nos convierten en objeto, nunca en sujeto, de entretenidas crónicas, polémicas y leyendas.

En Usera no se nos dan muy bien los récords, tenemos la mala costumbre de pujar por el pódium en rankings que nadie querría encabezar: que si desempleo, que si pobreza. Con esto de los positivos nos hemos coronado por encima de nuestros competidores más cercanos en todo lo demás, Carabanchel y Vallecas. Así, nos ha sido concedido el honor de ser la nueva excusa para no hablar de lo importante, el imprescindible rol de ese “otro” peligrosote al que mirar con miedo, desaprobación y un tantito de desprecio, mientras sibilinamente, la gestión neoliberal de la crisis nos prepara un futuro de mierda a todos.

¿Toca hablar de Usera? Hablemos pues de este barrio donde “el virus campa a sus anchas”, según el ABC, y los “vecinos hacen oídos sordos a los llamamientos de las autoridades y ni llevan mascarilla ni respetan la distancia física”, como sentenciaba ayer Telecinco.

La verdad es que la estrategia conocida como “hacer oídos sordos” es algo que nos resulta muy familiar en el barrio, pero en la dinámica de demandar y desoír solemos estar más bien en el rol de quien clama en el desierto, de aquellos a quienes rutinariamente desoyen esas autoridades que ahora nos llaman.

En el desierto han clamado las profesionales del Doce de Octubre, nuestro hospital de referencia, hoy de nuevo epicentro de un incipiente colapso. En el desierto se desgañita el profesorado de nuestras escuelas públicas, masificadas y sin infraestructuras suficientes. Oídos sordos es lo que han encontrado casi siempre los vecinos cuando se quejaban por la poca limpieza de las calles o el descuido de los parques, las aceras estrechas que ya eran estrechas para caminar y más lo son para mantener distancia de seguridad.

Como en todas partes durante el confinamiento, la gente, la mayoría de la gente, acató y se quedó en casa saliendo solo para trabajar y comprar, las niñas y niños se comieron su encierro en 50 metros cuadrados hogareños sin posibilidad de pisar acera, y las familias (sobre todo las mujeres) asumieron su triple ración de trabajo. Y cuando hubo que ponerse la mascarilla, la mayoría de la gente se la puso y se las sigue poniendo. Pero, claro, siempre va a haber excepciones en el mundo y reporteras de Telecinco, mercenarios del sensacionalismo funcional al poder, buscándolas y amplificándolas.

Ahora viene bien que se considere peligrosa e irresponsable a la población de un barrio (o, ya puestos, de todos los barrios del sur), por la incidencia de la enfermedad. ¿Por qué no usar la narrativa de la irresponsabilidad individual para hacer juicios colectivos?, ¿por qué no ir a buscar las conductas discutibles de algunos individuos y hacerlas extensibles al grupo al que consideremos que pertenecen?, ¿por qué, en definitiva, no ser abiertamente racista y clasista en prime time?

Añoro el tiempo en el que los chivos expiatorios eran los “irresponsables” en genérico, ahí valía cualquiera: los policías de balcón de los inicios, al menos, eran más inclusivos en sus procesos de culpabilización. Todo el mundo podía caer en la categoría irresponsable, salvo ellos mismos.

Luego vinieron los racializados, las madres y los padres, los temporeros, los jóvenes y adolescentes… y ahora barrios enteros: el proceso de alterización va viento en popa. Era de prever la secuencia, una vez se revelase que los distritos del sur contaban con más positivos: después del “pobrecitos, hagámosles muchas pruebas”, pasamos al “umm, pongámosles más normas”, llegando por último al inefable “en el fondo es culpa suya”. Hola desde Usera, lo hemos entendido: somos los “otros” bárbaros que sus telediarios necesitan.

El terreno estaba abonado: no hay nada como descuidar un barrio para que se convierta en el sueño húmedo de cualquier reportero intrépido; abunda la gente que se ha quedado ya afuera, rota y tocada, que te dará el antagonista perfecto en tu cruzada moral. Y luego están, y son uno cuantos, los que aún viven con conflicto compartir el espacio público con aquellos que no consideran aún del todo vecinos, a quienes no ven como personas dignas del derecho a la ciudad.

Porque una cosa es sentarte con tus amigos en las terrazas de los bares y tomar unos tercios, y otra cosa es desparramarte con tu gente por los parques. Hay muchos que sufren cada vez que ven a un grupo de personas (sobre todo si son jóvenes, sobre todo si son migrantes) ocupar el espacio público. No deberían estar ahí, no son personas o familias, son amenazas. Esto lo pensaban antes del covid, la pandemia ha venido solo a reforzar sus convicciones, les ha dado la coartada perfecta.

Ya sabían ellos que lo de tanto migrante en la calle no era bueno, qué bien que ahora podrán decirlo en antena y ser apoyados por todos con la coartada sanitaria. Esta postal es también para ellos, para quienes acudirán raudos al micrófono de una estigmatizadora cualquiera a contarle que en el barrio ya no hay quien viva, que hay violencia y mucha mucha gente irresponsable. Y es que hay muchas formas de vivir en un barrio, una es a través de la televisión y el miedo. Una vez tienes bien incorporado el relato, ya hay pauta para leer todo lo que pasa alrededor, da igual lo cerca que vivas de los otros, siempre estarás muy lejos.

En estos meses de lenguajes épicos donde se buscan héroes y villanos para glosar una narrativa que nos distraiga de la trampa de precariedad y control en la que nos estamos enredando, desde Usera escribo sobre el heroísmo del margen: si hay alguna gesta loable, es la de la gente que sobrevive a seis meses de pandemia sanitaria, en una ciudad que la mira con sospecha mientras exprime su fuerza de trabajo en los sectores más precarios de la economía, familias enteras que tiran para adelante con salarios de mierda y alquileres al alza, mujeres y hombres esperando a un ingreso mínimo vital que no llega, madres intentando explicar conocimiento del medio en inglés con el Google Translator tras largas jornadas de trabajo y trayectos en un metro hacinado en las horas puntas, cruzando los dedos porque los colegios abran en septiembre y así sigan.

Y así estamos —lean cargos públicos que hacen llamamientos a la responsabilidad desde la desvergüenza de su inacción criminal, periodistillas expertos en el uso distractorio del amarillismo alterizante— acometiendo heroísmos cotidianos porque ustedes han abandonado el sur de la ciudad y los servicios públicos durante décadas, porque el escudo social no llega, y entonces, cuando la cosa se va de las manos, dan rienda suelta a opinólogos y señaladores, para afrontar la desigualdad del único modo que saben: culpabilizando a quienes más la sufren.

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