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1917: La guerra como experiencia de los sentidos
¿Pueden dos hombres salvar a más de mil? ¿La guerra es un drama colectivo o un suceso de heroísmos personales? ¿Por qué alguien sigue adelante cuando la lógica indica detenerse? Esas preguntas sobrevuelan las dos horas de 1917
Cultura - Cine05/02/2020 Yunier Javier Sifonte Díaz¿Pueden dos hombres salvar a más de mil? ¿La guerra es un drama colectivo o un suceso de heroísmos personales? ¿Por qué alguien sigue adelante aun cuando la lógica indica detenerse? Preguntas como esas sobrevuelan las dos horas de 1917, la última película del cineasta británico Sam Mendes y otra de las grandes favoritas a los Premios Oscar de este año.
Con su mirada puesta en el recorrido de dos cabos del ejército británico a través de un campo de batalla para notificarle a un batallón inglés que se dirigen a una trampa, esta película aprovecha un suceso tan conocido como la Primera Guerra Mundial para centrar su acción. Plagada de obstáculos, traiciones y trampas, la misión de ambos soldados bien les puede otorgar la gloria o costarles la vida. Es un argumento sencillo afianzado en una magistral puesta en pantalla.
Lo que verdaderamente convierte a 1917 en una película por encima del promedio son sus extraordinarias virtudes técnicas. Entre ellas, un fino trabajo de edición entrega un filme aparentemente compuesto por dos planos secuencia de casi una hora de duración, aunque en realidad cada toma tiene entre 30 segundos y seis minutos. Sin embargo, la pulcritud de los cortes apenas permite encontrar dónde termina una acción y comienza otra.
Empleado unas veces para garantizar la transición entre los espacios y en otras para sostener el ritmo de la narración, ese virtuosismo en el montaje esconde un detalle primordial: transmite la misma sensación de movimiento constante y de lucha contra el tiempo que viven los protagonistas. Y en ese sentido, se erige en uno de los medios para mantener en vilo a una audiencia siempre a la espera de un nuevo suceso.
Mientras tanto, una fotografía que pasa con naturalidad de los primeros planos a las vistas panorámicas, garantiza que pocos detalles escapen de esta historia. Siempre sin detenerse, la cámara de 1917 capta tanto el fango, la sangre y la suciedad como los extensos paisajes de desolación y muerte. El movimiento al interior de las trincheras y el uso del steadicam realzan un punto de vista siempre desde la perspectiva de los protagonistas.
Esa convivencia entre lo inmenso y lo minúsculo, entre la gran guerra y la pequeñez de dos soldados en medio de ella, confluyen para estructurar una narración menos enfocada en las acciones del conflicto y más en las sensaciones que produce. Allí está otro de sus puntos de apoyo: centrar la mirada en la guerra como experiencia de los sentidos, no como acto de masacre colectiva de personas sin nombre.
Para conseguir ese propósito, la música y el manejo de los sonidos se erigen en la tercera gran columna del filme. Sam Mendes no solo se vale de la melodía épica habitual en este tipo de obras, sino que junto a ella potencia los pasos, el ruido de las armas o la respiración como elementos que también aportan a la construcción de su discurso.
En un esquema repetido en filmes anteriores y visto con éxito hace solo dos años en otra película bélica como Dunkerque, el silencio tiene aquí un peso extraordinario. Articulada con pocos diálogos, 1917 entrega notables instantes donde la ausencia de conversación se erige en virtud. Entonces solo quedan la guerra, los disparos, la tierra levantada por cada bomba, y una extraña angustia que poco a poco aparece mientras avanza el argumento.
Junto a ella surge también una rara noción de belleza donde no debiera. Melancólico a ratos, intenso siempre, este filme sabe extraer lo hermoso desde un lugar tan horrible como un campo de batalla. Así, a la par de la recreación de los escenarios, el uso de la luz y la sombra y la precisa composición de cada encuadre, asistimos a una trama sin héroes ni villanos. Solo existen aquí dos hombres marcados por el sacrificio y el heroísmo, pero también por el miedo.
En esa construcción de personajes radica el punto menos admirable de 1917. Sus dos protagonistas apenas tienen una historia detrás y por momentos parecen solo marionetas colocadas en medio del campo para justificar la altísima calidad de los recursos técnicos puestos a su alrededor. De uno se sabe que tiene una madre y un hermano mayor; del otro no conocemos nada.
Aunque ese vacío espiritual y personal hasta cierto punto funciona como estrategia para centrar la atención únicamente en la experiencia de la guerra, a ratos también convierte al filme en una sucesión de hechos cada vez más trágicos. Y en una película centrada en las impresiones y las reminiscencias, faltas así se convierten en un peligro demasiado caro.
Por suerte 1917 tiene virtudes que obligan a regresar a ella luego del último plano. Con una combinación justa entre lo íntimo y lo glorioso, así como de lo hermoso con lo grotesco, este es un filme que sabe abrir puertas y colocarse con fuerza entre lo mejor de la producción cinematográfica del último año. Simplísima en su historia, pero compleja por cómo la asume, parece decir que la guerra, la muerte y el dolor, son primero que todo golpes para los sentidos.